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viernes, 12 de julio de 2013

El hombre

Fue creado por un acto expreso de la Omnipotencia de Dios a su propia imagen y semejanza (Génesis 1:27), pero por el pecado que cometió mereció la muerte física y la muerte Espiritual, que es la separación de Dios (Génesis 3; Romanos 5:12). Él acarreó sobre sí mismo y sobre toda la raza humana el castigo por el pecado con la muerte física y la muerte Espiritual. Desde Adán, cada hombre nace con una inclinación al mal dada por una naturaleza pecadora inherente (Salmo 51:5; Romanos 5:12; 6:17) y tan pronto como obtenemos la edad de responsabilidad moral, inevitablemente cometemos actos personales de pecado porque somos pecadores por naturaleza. Todos los hombres, por lo tanto, están bajo la justa condenación de Dios y son incapaces de salvarse por sí mismos o presentar obras buenas o sacrificios aceptables delante de Dios (Isaías 64:6).

La necesidad de creer en el hecho histórico de la caída es señalada por la enseñanza de Pablo referente al paralelismo y contraste que existe entre los hombres que están “en Adán” y los que están "en el Mesías" (Romanos 5:12-21; 1ª Corintios 15:21-22). Sin el reconocimiento histórico de Adán no se puede, consecuentemente, aplicar con eficacia la obra del Mesías y su redención.

Todos los hombres somos culpables delante de Dios y nos hemos hecho merecedores de su justa condenación (Juan 3:36; Romanos 5:16-18). Somos responsables por esta culpabilidad por nuestros pecados y por esto merecedores de la sentencia pronunciada por Dios (Romanos 6:23). Aunque el hombre es capaz de practicar, las así llamadas buenas obras regidas por relativos parámetros humanos, sin embargo, ninguna obra, palabra, o motivación del hombre puede llegar a la medida de perfección que requiere la Justicia de Dios expresada en su Palabra. Solamente la gracia de Dios, ofrecida gratuitamente a través del Mesías puede brindar esperanza y salvación para el hombre pecador. La salvación se recibe solo por la divina gracia (Efesios 2:8-9) y los hombres son justificados únicamente por el derramamiento de la sangre de Yeshúa el Mesías (Romanos 3:24; 5:9), la cual llega a ser eficaz para una persona solamente por poner su fe personal en el Mesías (Efesios 2:8-9; Romanos 3:24-26; Tito 3:5; 1ª Pedro 1:18-21).

Un verdadero hijo de Dios tiene dos nacimientos, uno de la carne o nacimiento físico y el otro del Espíritu; y éstos le dan al hombre una naturaleza carnal y otra espiritual (Juan 3:3-7; 1ª Pedro 1:23). La naturaleza carnal no es ni buena, ni justa, pero si pecaminosa. La naturaleza espiritual no comete pecado (1ª Juan 3:9; 1ª Juan 5:18). Esto resulta en una batalla entre el espíritu y la carne, la cual continúa hasta la muerte física o hasta el regreso de Yeshúa el Mesías. La naturaleza carnal del hombre no cambia en ninguna manera a causa del nuevo nacimiento espiritual, pero puede ser dominada y controlada por el nuevo hombre (Romanos 7:15-25, Romanos 8: 1-23; Gálatas 5:17; 1ª Juan 1:8).